PIKAZA / PIKAZA, XABIER
El Papa, jerarca supremo de la iglesia católica, quiere ser «piedra firme o roca sobre el caos» de una historia amenazada «por las puertas del infierno» (Mateo 16, 18). Así le veneran millones de cristianos, llamándole vicario del Mesías, representante de Dios. Pero no todos han reconocido su función en el pasado, ni aceptan su tarea en el presente. Más aún, algunos indican que no es ya un signo religioso, sino el gerente soberano de una empresa de asuntos sociales, monarca de un pequeño Estado Vaticano.
Al principio de la Iglesia no hubo Papa, aunque Pedro realizó funciones muy importantes entre los seguidores de Jesús. Sólo en el siglo III d.C. empezó a surgir en Roma un obispo especial, que se llamó sucesor de Pedro, con grandes poderes sacerdotales, jerárquicos y políticos. A partir de entonces, con luces y sombras, la aportación de los papas ha sido esencial en la historia de Occidente. Pero han cambiado las circunstancias, y muchos opinan que, en la actualidad, ellos no son más que un residuo folclórico, un bello (o falso) espejismo del pasado. Otros muchos sostienen, en cambio, que los papas siguen siendo esenciales para el futuro del cristianismo e incluso de la humanidad, pues garantizan la pervivencia del Evangelio y de las mejores tradiciones romanas y helenistas del mundo antiguo, que ofrecen un signo de concordia y racionalidad sagrada para todos los hombres.
De esos temas se ocupa este libro, que se mueve en dos niveles. En el 'plano de la historia', el autor analiza de un modo imparcial el origen e historia del Papado, poniendo de relieve sus fundamentos bíblicos, helenistas y romanos, con su despliegue apasionante a lo largo de los siglos. Como 'propuesta de futuro', el autor elabora una proposición de reforma y refundación del Papado, partiendo de una «teoría del caos», desde una perspectiva católica, en diálogo con otras confesiones cristianas y, sobre todo, con atención a los problemas religiosos y sociales de una humanidad dominada por el miedo, pero llena de esperanza. El futuro del Evangelio exige unos papas distintos.